mayo 9, 2024

Con pluma ajena

A principios de los años 70s, la familia Vargas Salas residía en una de las tantas casas de finca La Argentina y se alumbraba con canfineras. Por aquellos tiempos, una radio o linterna de baterías era un lujo entre los campesinos. La carne debía consumirse en cuanto se traía y un reloj de pulsera solo se podía adquirir ahorrando por años.

Un día, con ayuda de la tía Lidia, la enfermera, para envidia vecinal de la buena, una nevera verde llegó para quedarse. Los niños pedían hielo y escarcha. Por fin, doña Eida podía guardar por más tiempo los productos perecederos y de paso hacer helados de palillo.

Nuestro tío Roberto nos vendió una bicicleta 28 raleigh, de doble barra y color negra. En esa bici aprendió a conducir hasta Daniel, quién por su altura metía la pierna por el triángulo del marco para dar pedal.

En las primeras vueltas, Carlos Alberto chocó contra un portón metálico y por poco se infartó doña Bebé, la dependiente de la pulpería.

Cómo toda una experta, Victoria recomendaba darle suficiente manivela para andar rapidito y mover poco el pedal, para mantener el equilibrio.

Para esa misma época llegó el televisor de tubo en blanco y negro, que trabajaba con una batería de carro, que por cierto, debíamos recargar en la pulpería de Nato Venegas.

En aquel tiempo era frecuente que los vecinos llenaran la sala de nuestra casa, para ver las series de Bonanza, Kung Fu, Kojak o Jim West. En la noche, Doña Eida no se perdía a Mariana de la Noche, la Zulianita o Los ricos también lloran. Aunque los más pequeños teníamos prohibido ver telenovelas, por las mañanas disfrutábamos de la Pantera Rosa, los Superamigos, La hormiga atómica y Los Osos Montañeses.

Durante las jornadas de televisión, compartíamos con los Montero, Córdoba y Sibaja de bolis, helados y paquetes de Chis Wis, TorTrix o Popi Jacks. Así pasaron los años y sin que realmente nos percatamos, la tecnología nos rebasó y por mucho, dejando del pasado solo recuerdos y simpáticas anécdotas.


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